Fue durante la comida de navidad del Colegio Oficial de Médicos, cuando el doctor Joao Poço dijo que puso su consulta en medio del Alentejo porque había heredado de su madre la creencia de que era más fácil curar en portugués. Cuando le pidieron que razonara su postura, se redondeó la voz y contó que, en la época en la que el tiempo se vendía a granel, la mastina vieja de Avelino Pozo se encebicó con el tocino envenenado de las ratoneras, se le quemó la garganta y se quedó tan ronca que avisaba de los peligros dando lametazos largos como chicuelinas. Explicó que por eso, la noche de niebla maciza que la perra entró en la cocina del cortijo chupeteando las piernas de las sirvientas, Fátima Andrade, la portuguesa, supo que algo grave le había pasado al Avelino.
Con la voz todavía entera, el médico contó que
en medio de aquella bruma de gelatina, Fátima y seis cuadrillas de aceituneros
estuvieron buscando durante días a Avelino Pozo por todos los recovecos del
cortijo. Le dieron tres vueltas a los pajares,
removieron las montoneras del estiércol y dragaron la alberca grande, pero
no se tropezaron con él hasta que el día de Noche Vieja se disipó la niebla. La
mañana de diciembre en la que Avelino Pozo cumplió todos los años que necesitaba
para que le escocieran las añoranzas, se lo encontraron tirado de bruces en el
cantero de las acelgas, con la boca llena de tierra y meado de arriba abajo. Lo
encontraron escarchado, cagado por las gallinas, mordisqueado por las cabras y con tan poca
vida que, antes de llevarlo al doblao del lazareto, le dijeron al carpintero del cortijo que se
pasara por allí a tomarle medidas.
El doctor contó que a Avelino Pozo, como quien mete la cabeza dentro de una campana de catedral, le estallaron los conductos del pensamiento antes de cumplir los treinta. Le dio un derrame en un tiempo en el que esos achaques no solo no tenían nombre, sino que se creía que a los que se pasaban semanas babeando en un idioma hecho solo de consonantes, se los llevaban los demonios porque el alma se le llenaba de espinas de pescao. Por eso y para defenderlo de las habladurías, Fátima Andrade lo escondió en el doblao del lazareto y fue diciendo por el cortijo que lo había amarrado a un almendro con un ataque de rabia por la mordedura de una zorra.
Habían pasado más de veinte años desde que Avelino llegó al cortijo siendo un niño sin nombre. El médico recordó que el padre de Avelino lo mandó a robar en los encinares de la finca en una mañana de niebla, que se cayó en una trampa de furtivos y que estuvo tanto tiempo en aquel agujero comiendo solo las bellotas robadas que, a golpe de tiritones de miedo, se le olvidaron la mitad de las pocas palabras que sabía. Como nadie lo reclamó, cuando se lo llevaron al capataz, lo rebautizó como Avelino Pozo, lo metió en el doblao del antiguo lazareto de los leprosos y allí, sin más y con un contrato verbal y perpetuo, le encomendó de por vida que hiciera lo que hubiera que hacer para que los zorros no entraran en los gallineros.
Aunque Avelino nació en una tierra y en un tiempo en donde la tristeza acudía al sonido de las tripas vacías, desde que llegó al cortijo, se le llenó la barriga de pan de bellotas y se le empezaron a borrar de la cara y de la memoria las viejas arrugas del hambre. Pero como su mundo estaba hecho con el material redondo con el que se arma el tiempo de los perros, a fuerza de días iguales, el alma se le cuarteó con los frunces de la repetición. Su vida, a golpe de vueltas a los gallineros, se hizo de círculos parejos, de días sin nombre y de semanas calcadas hasta que, en una tarde de calor, trajeron desde la costa a la niña portuguesa.
El médico siguió contando que la tarde de calima en la que las chicharras reventaban como petardos, llegó al cortijo Fátima Andrade. Llegó casi muerta, tiritando de añoranzas y sudando las fiebres de los arrancados de casa. Había cumplido veinte años el día que la sacaron de los alrededores de Lisboa para que no siguiera leyendo libros prohibidos a los presos de la política. La envolvieron en mantas muleras y en palabras bonitas, y la metieron en un carro mientras le contaban que tenía que ir al fin del mundo a enseñar a hacer pasteles de litoral a gente que no había visto nunca el mar.
Esa tarde, mirando por las ventanas del doblao del lazareto, Avelino Pozo vio cómo la metían desnuda en la alberca grande para apaciguarle las calenturas de la tristeza, y antes de que se hiciera de noche, su imagen de bailarina resbaladiza ya se le había pinchado en el interior de los párpados lo mismo que se clavan las pargañas. Desde ese momento y durante meses, Avelino hizo lo imposible para no quererla, pero la portuguesa se le pegó a la vida como los chicles calientes se pegan al pelo, y por mucho que se perdiera por los encinares, lo perseguía la sensación creciente de que cuanto más se tiraba de ella, más se le enredaba en los pensamientos.
La romería de San Isidro de ese año fue tan lluviosa que Avelino se armó de paraguas y de valor para acercarse a Fátima. Quiso contarle al oído que aunque él no había hecho nada para quererla, el oleaje de sus vaivenes se le había filtrado por sus holguras de hombre, pero, lo mismo que se atascan las piaras en los portillos estrechos, se le embotaron las palabras y solo pudo mirarla y decirle con los ojos que su olor a mar le había oxidado los mecanismos de la tranquilidad.
Y en un atardecer morado en el que los relampagazos radiografiaban a las encinas, Fátima Andrade se presentó en el lazareto con media docena de dulces costeros y con un candil de bronce para leerle la historia de Aladino. Y cuando ella le preguntó que qué deseos le pediría a la lámpara mágica, a Avelino se le astillaron los huesos, se quedó de pie sujeto solo por el pellejo y tuvo el valor de decirle que él no sabía ir más lejos de lo que llegaban sus sueños con ella. Fue entonces cuando Fátima lo besó, le regaló su desnudez de lagartija caliente y, en el camastro del lazareto, le enseñó a hacer islas de azúcar en el mar amargo de su tiempo.
Y después de leerle todos los cuentos que tenía y hacer archipiélagos dulces con sus cuerpos, una tarde de invierno, Fátima le contó que había oído por la radio de la cocina que, en abril y en su tierra, había estallado una revolución afable que había vaciado las cárceles, que había hecho que las puertas de Portugal abrieran para adentro y que había llenado los caños de las escopetas con claveles.Con la revolución clavada en todos los sentidos, en un anochecer de panderetas y polvorones en la parte noble del cortijo, Fátima Andrade se presentó en el doblao del lazareto con una balanza de platillos de cobre. Sin decir nada, llenó un platillo de besos sonoros y el otro con un puñado de arena de playa, y cuando Avelino vio que una embozada de tierra vencía a toneladas de besos para dar, perdió el sentido del gusto y empezó a vomitar estropajos en cuanto entendió que aquello solo era una forma elegante de despedirse.
En esa noche de villancicos, en medio de una niebla que era capaz de ocultar las penurias más profundas, mientras estaba buscando topos en el cantero de las acelgas, a Avelino Pozo se le bloquearon las piezas de relojería de la cabeza por un ataque de desilusión. Se lo encontraron tirado, con las manos engurruñadas como los loros viejos y con la boca tan torcida que nunca más fue capaz de explicarle a nadie el miedo que le daba la soledad de los días iguales.
El día que se murió la mastina, se cumplió un año de lo de la revolución de abril y cuatro meses de cuentos y de cuidados en el doblao del lazareto. Para entonces, la esperanza de Fátima Andrade se había deshilachado y se había convertido en impaciencia, no solo porque su cuerpo de bailarina se le había llenado de añoranzas a olores salados, sino porque le flotaba una criatura en el centro de su vientre y de su ánimo. Y una tarde cualquiera de un día cualquiera se le acabaron los cuentos, se le pudrió el aguante lo mismo que se pudren las raíces encharcadas, y sin decir nada a nadie, se tapó la barriga para que su hijo no sintiera sus punzadas y se fue llorando por el mismo camino que vino llorando.
Avelino se mustió en la soledad del lazareto, se soldó a su mecedora y se quedó flotando en un limbo sin fronteras. Se le alisaron tanto los días que los calendarios se le hicieron planos y opacos como el revés de los espejos, y el aire limpio de otro tiempo, se le llenó con tanto polvo de alcornoque y le amortiguó tanto los pulsos que vivir le parecía lo mismo que flotar en un mar oscuro con los ojos tapados.
Para cuando llegaron las primeras elecciones, Avelino había perdido la noción del tiempo al compás que el cortijo perdía su esplendor. Las cocineras viejas se murieron, los gañanes se hicieron albañiles, los hijos de los porqueros se perdieron por las capitales y Avelino se quedó olvidado en un ejercicio de amnesia colectiva. La cadena de la obligación de atenderlo se rompió por algún sitio que nadie conocía, y entre todos y sin mala intención, lo arrumbaron en una esquina perdida de sus recuerdos. Y allí se quedó, embarrancado en un desierto de días iguales, solo, perdido en los escombros de la memoria y sujeto al mundo por hilachas de gasas podridas que amenazaban con romperse y convertirlo en un náufrago de secano.
Lo mismo que si fuera un mueble arrinconado, el tiempo rebajó a Avelino a categoría de estorbo, y contó el médico que todos los años después de San Isidro, trabajadores que no lo conocían de nada, le hacían limpieza por un jornal de siega. Por dinero le raspaban la morroña, le recortaban las uñas rizadas, lo esquilaban como a las ovejas, lo bañaban en Zotal y le echaban aceite en las escoceduras de las lágrimas para que no se le llagaran, y después y como siempre, lo devolvían al doblao del lazareto con la esperanza de que ese año tuviera fuerzas suficientes para acordarse de que se tenía que morir.
Y el médico siguió diciendo que, el día que fue a la sala de disecciones por última vez, se enteró de que Fátima Andrade se murió en la playa un rato después de parirlo. Ese día, cuando estaba haciendo rodajas un corazón acartonado en formol, no solo se dio cuenta de que allí no quedaba ni una froncia del amor que sintió, sino de que estábamos enganchados a la vida por algo volátil que no quedaba escrito en la carne. Por eso, cuando acabó la carrera, se pasó mil y una noches desentrañando su historia en el diario bilingüe de su madre y tres años dando vueltas por todos los cortijos rayanos en busca de Avelino. Cuando lo encontró en el lazareto, a Avelino solo le quedaba de humano lo que no se le veía. “Bom dia”, le dijo, “ Eu penso que sou seu filho ”. Avelino levantó la cabeza abastonada y se enderezó la boca, y después de tantos años, lo mismo que vuelve la lluvia, le volvieron las vocales para preguntar cien veces por Fátima. Y cuando entendió que su ausencia era irremediable, que nunca volvería y que su hijo estaba allí para hacerse cargo del peso de su historia, se acordó de que se tenía que morir para dejar vivir a los vivos. Joao Poço Andrade enterró a su padre debajo de una encina, en silencio y sin señales. Lo enterró en medio de la nada para borrar sus miserias y para que su sangre rayana se le llenara con grumos de fado y de bellotas. Y con la voz acristalada, acabó diciendo que cuando sintió aquellos coágulos tropezándose por las venas y el peso de su historia escarbándole en el pecho, supo de inmediato que tenía que poner su consulta en el campo del Alentejo, en medio de la nada, perdido de la mano de dios, porque heredó de su padre su vínculo por la tierra y de su madre la certeza de que no puede haber nada más curativo que creer en lo que te dé la real gana.